martes, mayo 30, 2006

A SAN ANTONIO Y LOS MATACHINES SE LOS LLEVO EL PATAS

En la foto: Jorge velosa Ruiz en el foro de Carnaval. Junta Administradora Local de Puente Aranda, 2003


A SAN ANTONIO Y LOS MATACHINES SE LOS LLEVO EL PATAS
Por: Jorge Veloza Ruiz

Maximo interprete de la música carranguera o campesina. Su trabajo de creación e investigación del folclor colombiano ha sido presentaso en los escenarios mas importantes del mundo.

(Publicado por la Revista Melusina)

“(...) la defensa de las culturas locales y regionales amenazadas por las culturas de difusión mundial no debe transformar a las culturas afectadas en reliquias despojadas de su propio dinamismo y desarrollo” (Plan de Acción de Estocolmo)


Corrían los años cincuenta y así como la gente sabía cuando vendría la luna Ilena, cuando la men¬guante y cuando la creciente, también sabía la fecha exacta de cada una de las romerías. La de Nuestra Señora de Chinavita las de Monguí, Morcá y la Candelaria, la del Carmen de Leyva y ni hablar de la más grande de todas: la de nues¬tra Señora de Chiquinquirá. Por ser apenas un chirrimplín y por estar sentenciado a trabajos for¬zados en la casa paterna, nunca me pude gozar siquiera unita y tenía que conformarme apenas con ver bajar a los romeros por el camino en semejante algarabía y días después verlos subir en las mismas pero ya con la fiesta entre pecho y espalda. Me quedaba sí el consuelo de que todo lo vendría a saber por boca de María Valbuena, que no mancaba ni una y en sus ratos libres oficiaba de jornalera en la finca de mis taitas, porque despuesito de las cinco, cuando alzaba de obra la peonada, la Valbuena hacia de su lengua otra fiesta y nos enteraba de todo lo que había sucedido y de lo que no también.

Decía que nuestras fiestas de Ráquira eran un bazar al pie de las grandotas de otras partes. Pero al no poder estar en mas y con el perdón de ella a quien mi diosito debe tener por ahí a su diestra alegrándole la vida, a mí me parecían una bendición: y así como el día de la semana que más esperaba era el domingo por el pago de los “arriendos” con los que tíos y agüelos me soco¬rrían a la visita de un culebrero negro que decía llamarse el profesor Agualongo, los meses que más me alborotaban era junio y diciembre. El pri¬mero porque servia en bandeja el carnaval de San Antonio y el otro, por los rosarios y los matachines. Estos ágapes aun existen pero que va, casi que matachines se los llevó el patas.

Cuando aparecía un hueco grandote en la mitad de la plaza como esos que hoy en día se hacen para sacar petróleo, eran señas de que las fiestas de San Antonio de la Pared se avecinaban. No nos metemos en el cuento. El susodicho roto, agu¬jero, hueco, forámen o hendidura no venía solo; casi al tiempo la Junta de fiestas capitaneada por el párroco empezaba a cobrar en las tiendas y guaraperias el bono a la cerveza dulce y a la amarga, a la chichita y al guandiolo y segura¬mente que ganas no les faltaron de que también a las colombinas y a los garbinches, pero de pron¬to el divino niño intercedió por nosotros los mu¬chachos pecadores y le cayó mugre a la idea. Las adoradoras del Santo se encargaban de la cade¬na, que por cierto no era una vil cabuyita de ama¬rrar gallinas, sino toda una guaya atada a dos señores palos de lado a lado de la carretera, has¬ta que el que quería entrar o salir del pueblo tenía que bajarse de su peaje “voluntario” o quedarse ahí orillado hasta que pasaran las fiestas.

De los bazares pro-Fondos de San Antuco tam¬bién se encargaban otros feligreses y así, de una y otra cosa iba saliendo la marmaja para ayudas de la parroquia y para la propaganda, la pólvo¬ra, los toros y los toreros, los palos y la cabuya, para la barrera, la vacaloca, los globos, los festones, la banda, las verbenas y alboradas, los premios para las carreras de burros y encostalados, el campeonato de tejo, los concur¬sos de coplas y lo relacionado con el hueco que sabemos.

En asunto de aportes, el que más llevaba del bul¬to era el prior de la fiesta, quien se distinguía por la llave dorada que colgaba de su santo pecho, como del tamaño de una guama grandota y con la que podía entrar donde se le antojara inclu¬yendo el reino de los cielos. Era el prior un cristia¬no que por promesa a San Antonio con tal de algún favorcito especial, por ejemplo una finca baratica, un ganadito a mitad de precio y así, se comprometía con él a cubrir todos los gastos de la parte divina del jolgorio, entiéndase parroquiales y uno que otro de la parte “huma¬na” porque a donde el prior llegaba también chi¬nos arrimábamos a goteriar. Ser prior era lo máxi¬mo pero también un honor que costaba. Más de uno tuvo que realizar hasta su tierrita para pagar deudas de sus fiestas. Sé de alguien al que caja agraria le otorgó un crédito agropecuario y al que de nada le han valido to¬das las explica¬ciones que ha dado a la enti¬dad, poniendo a Dios por tes¬tigo y al santo por padrino para justificar el traslado de fondos. Toda¬vía como que le quedan por cu¬brir seis cuotas de la fiesta. Eran cuatro días con sus noches de sana juerga, francachela y regocijo. Había que ver esas vísperas: primero que la coetada, luego que los castillos, casi siempre cin¬co, uno en cada esquina de la plaza y el del san¬to en el centro. Este era el último que se quemaba y tenia un truquito para cuando estuviera mas ilu¬minado, soltara una descarga de truenos y luces de colores por todas partes y el Santo hiciera su solemne aparición en una tela que se desprendía de sopetón desde una caña brava transversa que aun no se como el polvero escondía en la parte superior: Este era el momento cumbre, el del máxi¬mo misterio, a todos nos descrestaba la aparición del Santo y ahí mismo le hacíamos la segunda dejándonos ir de rodillas donde nos cogía el mo¬mento. No había manera de buscar un campito a gusto si no que tenia que ser ahí mismo, cayera don¬de cayera y encima de lo que fuera, para sacar¬le espiritual provecho al hecho y por ahí dere¬cho, ganar puntos con el hombre.

Terminados los juegos pirotécnicos arrancaba la verbena con la banda o la murga y las fiestas más pequeñas que se armaban donde cualquier conjunto hacía sonar los palos o a los guabineros y guabineras les daba por desafiarse a echar can¬tas o coplas que llaman, en lo que podían durar los tres y hasta los cuatro días de corrido sin que nadie agachara la cabeza. Cuando así ocurría, pagaban las chicas en junta y quedaban casos para la fiesta del año siguiente.

Y si eso era la víspera, imagínese el día. El trece de junio se echaba la casa por la ventana. Desde lo que se llamaba alborada, hasta la alborada del otro día, la rumba era co¬rrida. Pólvora ventiada, misa mayor, llama¬do al bando de la alegría jue¬gos, procesión, cacho, concur¬sos, sainetes y ahora sí lo del roto: la vara de premio. Se es¬cogía con tiempo el palo más alto del vecindario, se arrimaba con dos a tres yuntas de bueyes, se clavaba en el hue¬co que sabemos, se pisoneaba y luego don Pedro el guardalíneas del telégrafo se calzaba las es¬puelas y una cintuera y palo arriba subía a ama¬rrar el costalado de premios y palo a bajo se ve¬nía untándole grasa para ponérsela más difícil al que intentara llegara al costal. Por algo, mis paisa¬nos decían que era más fácil coger un marrano enjabonado que llegar al cucurucho de la vara, pero a punta de maneas, arena y aserrín no fal¬taba el que la coronara.

En eso de las tres venía la corrida de toros, mejor dicho la corraleja de guarapiados, por que el que menos con su anatoles en la cabeza se creía el Tebas de la tauromaquia y como el alcohol cum¬ple con su deber, de lógica que no se iba sin un buen porrazo o de lo contrario la corrida había estado maluca y la fiesta por las mismas cuando no había habido unas cuantas bifulcas, trifulcas y polifulcas por hora. Los toros se remataban con la otra verbena. Bailoteo por todo lado, amoríos en cuanta sombrita se prestaba, especialmente a la orilla del río por los escondrijos que ofrecía y por tenerlo más a mano en caso de emergencia, que no fueron pocos. Más de uno prefirió correr el riesgo de morir ahogado que esperarse a que un energúmeno interesado a su vez “le interesar a el píloro” con algún artefacto de la edad de los metates y lo dejara hablando con San Antonio en un abrir y cerrar de ojos.

El remate era por el estilo del día fuerte y si les digo con más gana. Todo el mundo se gozaba sus restos y arrestos y después como dijo Tomasa, cada quién para su casa, incluyendo a San Anto¬nio el que por un año más regresaría a sus dos altares: El de la iglesia casi al frente de San Isidro y el de la pared, en la esquina de doña Tránsito. Por cierto que desde allí se le adelantó en muchos años a la banca moderna y a que sus fieles y admiradores le podían consignar las limosnas a cualquier hora de las veinticuatro del día, las que para no quedar de tentación demoníaca de al¬gún pillín, llegaban por un embudo de madera derechito al despacho parroquial para que el se¬ñor cura, su apoderado, las invirtiera en la que mejor tuviera a bien. Por ahí ruedo todavía un camioncito que fue de su reverencia.

Y de nuevo a contar los meses y hacer barra para que llegara diciembre con su alegría, mes de pa¬rranda y animación, aguinaldos, comilonas y medio días polvorientos, no porque el viento le¬vantara siquiera una mincha de tierrita, sino por la reventadero de pólvora. Y era que dependiendo de la cantidad que loteara se sabía como iba a estar el rosario de por la noche, y de ahí que los priores de cada día se esmeraban para ello y en ocasio¬nes ponía hasta seis polvoreros a elevar cuetes y reventar recámaras por lo menos un cuarto de hora. Decían algunos otrora combatientes, que la batalla de peralonso les quedaba en quimbas. Esta operación se repetía cuando las campanas daban el primero, el segundo y el deje para el rosario, eso sí, lo que apenas duraba el toque por quede lo contrario habríamos quedado convertidos en un pueblo de pirosordomaniacos.

Y al son de los villancicos se venia el rosario con semejante bellezura de procesión, tejida por las luces de los faroles de colores, las antorchas de palo, tarro, trapo y petróleo, la parpadeadera de las velas y los cirios que los familiares de los priores del respectivo rosario, repartían a don Raimundo y todo el mundo con derecho a llevarse el cabito para la casa o para alumbrarse por el camino. En cada esquina se hacía un descanso para aven¬tar salves y más villancicos con cuanta cosa hicie¬ra bulla. Y coplas y recitaciones y bailes y así la procesión seguía entre uno otro pellizco y cogidita de mano, entre una que otro cita o declaración de amor, hasta llegar de nuevo a la iglesia, donde el señor cura luego de adoctrinarnos otra migajita, por fin nos dejaba salir al atrio a gozar de los matachines.

Aparecían como avispas por todas partes. Por allí se topaba uno con un diablo, por allá con un armadillo de tres cabezas, ora que con una cala¬vera, ora que con la carramana, o con la vacaloca, o con el hijuemadrino del capirote que repartía zurriago a dos manos y hasta donde le alcanzara el brazo, o con la diabla mordelona que andaba con su amiguita de la vejiga de res inflada para estrellársela al que se dejara y por donde cayera, con el agravante de que le retacaba arena y agua por dentro, de suerte que cada lamparazo era como recibir un balón pateado por una mulo. Todo lo que se pusiera máscara, o se disfrazara o pintorreteara era un matachín y para torearles la gana y buscarles el juego uno les decía: - Matachín, cachiparao, yo corriendo y él armao; y a correr o a pagar escondederos. A todo el tropel que desfogaban, armaba de todos contra todos, sin límites de tiem¬po y a punta de tiples, requintos, riolinas, capadores, quiribillos, ocarinas, pitos, panderos y panderetas, chuchos y otros varios por el estilo.

Se bailaba el tres y el dos, la copa, la trenza, la manta, el torbellino, las perdices, la caña, la es¬coba, los moños, quemarle la cola al diablo y lo que cayera y como cayera, el hecho era danzar, meterse en el cuento entucarse la alegría. Mu¬chos eran los hombres que alistaban con tiempo sus máscaras y disfrazados de mujeres se goza¬ban la rumba de lo lindo y a lo bien, el que más los incitaba, entusiasmaba y alborotaba era un hombre también de apellido Valbuena como Ma¬ría, Manuel se llamaba y a él precisamente jamás nadie logro identificarlo cuando se transformaba en matachín, ni siquiera su mujer. Sólo la muerte, la de verdad, que una noche aprovechando la sobredosis de chirrinches que Manuel tenia en la cabeza, se las dio de juguetona y le pegó un empujocito del atrio al suelo, el hombre que no la esperaba, cayó mal y nos dejó saludes y mu¬chos recuerdos.

De pronto aquel día también comenzó la muerte de esas fiestas que por fortuna alcancé a conocer en Ráquira y que ahora por desgracia sólo exis¬ten en Tarabita, un pueblo que me inventé para poder seguir viviendo.

1 comentario:

PEDRO NEL PICO ENCISO dijo...

QUE OBJETIVA ES LA HISTORIA EXPRESADA POR QUIENES QUIEREN A COLOMBIA Y NO OCULTAN SU VERDAD.